Por Maria Teresa Rubira

Hoy es día dieciséis de marzo del año dos mil veinte. A las siete y media de la mañana abro los ojos y, al ver la luz que entra por la ventana, doy gracias por el lujo de vivir. Miro cuanto me rodea: la foto de mis hijos, familia, y amigos, que son mi mayor tesoro; la lámpara del techo que tiene polvo porque no llego a limpiarla y me prohibo subir a una escalera ( la vista a esta edad te disimula muchas cosas); la pared, que necesita un pintado, pero aún se ve que es azul; el armario que grita cada día la cantidad de ropa que me sobra; la silla de mimbre que aguanta lo de vestirme hoy (y que ya dejé preparado anoche); la alfombra con mis zapatos, como dos centinelas, y la mesilla que soporta el CPAP que utilizo para las apneas nocturnas, junto a la bolsita de los medicamentos, esos que no debo olvidar.

La radio recuerda machacona y repetidamente, que no estamos en fechas precisamente normales. Que el Coronavirus nos está haciendo la puñeta en serio. Sé que soy grupo de riesgo: mayor, fibrilación auricular y diabetes II. ¿Que si tengo miedo? ¡Claro, normal!, conozco a pocos que no lo tengan!, pero, como lo que vaya a suceder no está en mis manos, debo hacer caso a todas las indicaciones que nos dan los que saben de esto, o sea, los médicos. ¡Esos que tanto riesgo corren por mí, por nosotros!

Ya he escuchado las noticias de las ocho. Vale, suficiente. Cambio a una emisora que me ofrezca música. En circunstancias normales me encanta saber lo que pasa en el mundo; además, la radio te permite hacer otras cosas mientras la escuchas, pero ahora estoy más susceptible y no me quiero obsesionar, que necesito arrestos y energía interior para el resto de la jornada.

A ver, ¿por dónde voy a empezar? De momento, un ratito más en la cama, a pensar; me encanta pensar. Lo primero, en mis hijos y en lo feliz que estoy de saber que, aunque no los vea en unos días, han salido ciudadanos responsables, y también estarán en sus casas. Saber que no se ponen en situación de riesgo, ni ponen a los demás, me llena de orgullo como madre.

Y en el resto de mi familia, diseminada por distintos lugares, a la que también creo tan cabal, como para seguir las instrucciones que nos dan. En mis amigos, en mis vecinos, en la gente de mi barrio, de mi ciudad, de mi país, y de todos los países del mundo. ¡Madre mía la que se nos ha venido encima! ¡Pero ahí estamos, luchando y dando la talla para salir de esta!

Al teléfono que tengo en la mesilla llegan infinidad de mensajes, unos divertidos para sacarnos una sonrisa, y otros catastrofistas (que procuro no leer, y por supuesto no reenviar), porque de este Coronavirus ya sabemos lo que hay que saber, y lo que tenemos que hacer. Mejor poco y claro oficial, que un bombardeo de consejos de dudosa procedencia, que solo nos aturden y confunden, al menos, a mí.

Bueno, pues a levantarse. Pienso mucho en mi madre, una mujer de pueblo con una filosofía de vida que para mí la quisiera, y de la que tengo buen ejemplo a seguir. Ella se sentaría en la cama, movería brazos y piernas para comprobar el grado de movilidad, y la aprovecharía al máximo en vez de quejarse. Yo sí me quejo, creo que demasiado, pero este tobillo tan roto, da la lata cuando quiere.

¡Ahora al aseo! Ella me decía siempre, que no habrá dinero para colonias, pero el jabón es barato. ¿Qué no puedes darte una ducha completa?, ¡pues te lavas todo por partes, que también se puede. Porque los viejos no podemos oler a viejos, y menos cuando llegan los nietos a besarnos! Luego, si has mojado mucho el suelo, recoges el tenderete con la fregona, y ya está. Pues eso. Y la ropa de ayer, a la lavadora, en un programa corto, que tampoco está tan sucia…

Ahora, “una vez vestida y calzada y a la Virgen del Carmen encomendada”, decía, abres bien todas las ventanas para que se ventile la casa, y destapas la cama para que se aireen las sábanas. Las abro, pues, y me voy a desayunar tranquilamente (antes me tomaré el azúcar y la tensión). Por fortuna, aunque fueran circunstancias normales y se pudiera salir, ya no estoy sujeta al horario de un trabajo fuera de casa, y me lo puedo tomar todo con calma. Otra ventaja.

Abro la nevera. Tengo lo necesario para cocinar hoy. Mientras elijo, pienso en todas esas personas que viven en los campamentos de refugiados, pasando penurias siempre. Imaginando sus circunstancias, ¿de qué me podría quejar yo? Cobro una pensión de seiscientos y poco, sí, pero puedo comer lo necesario cada día, y tengo un techo donde cobijarme, y unos hospitales donde me atienden en caso necesario, y unos medicamentos que no me fallan cada vez que los preciso, y familia, y amigos, y vecinos… ¡Tengo tanto! Por tener, tengo hasta achaques, jajajaja, pero de eso nadie tiene la culpa, porque ya solo faltaría que, a mi edad, estuviera como una rosa… ¡Sería para patentarlo!

Bueno, pues como no podré salir a andar, tengo que moverme de alguna manera que me haga ejercitar piernas y brazos… Ya sé, ¡a fregar el piso! ¡A mi marcha, poquico a poco! Agua y un chorrito de lejía o amoniaco, ¡y bien desinfectado todo! Cierto es que no puedo escurrir bien la fregona, ¡estos hombros!, pero dejaré más rato las ventanas abiertas, y ya está. Si me canso, fregaré una habitación y me sentaré, y luego otra, y otra, total, ¡tengo todo el día…!

Luego, con un paño blanco y limpiacristales, daré una pasada a los pomos de las puertas y a las llaves de la luz, que se tocan mucho.

¡Agua, que no he bebido agua! ¡Es que no tengo sed nunca! Y me pondré un poco de zumo de limón; dicen que es bueno para la garganta. ¡Ay, si tengo que poner la verdura a cocer! El caldo me servirá para hacerme una buena sopa esta noche. Voy a cerrar ya las ventanas. ¡Madre mía, qué lenta me he vuelto para todo! ¡Si ya es la una!
Mando un mensaje a mis hijos, a ver qué tal están. Me gusta esto de los mensajes porque así no los agobio con llamadas en momentos inoportunos. Ellos, luego, me contestan cuando pueden… Pero, sobre todo, que no vengan, que estoy bien.

¡A comer! ¡Qué buena me ha salido la verdura y la tortilla! Y las manzanas que asé ayer, quedaron un poco duras, pero de sabor no están mal. Ya tengo el postre para tres días.

No me apetece recoger nada ahora. Me sentaré un poco a ver qué dan en la tele. O no, voy a coger el libro que tengo empezado y echaré una cabezadita. A estas horas es fijo, ¡no llego a la tercera página!

Ufff, creo que me he pasado de siesta, ¡son las cuatro! Una infusión calentita mientras recojo la cocina. Luego escribiré en mi diario (no lo va a leer nadie, pero me entretiene) Y ahora sí, voy a ver la tele un rato. ¡Se podrían esmerar en la programación! Y sobre todo, algo bueno para los más pequeños, que ahora la verán más. Por cierto, creo que ellos, más que una carga en este momento, son una ayuda inmensa porque, sin saber muy bien que pasa, nos dan todo lo que tienen y que a nosotros nos falta por la preocupación: alegría, sonrisas, espontaneidad, inocencia… ¡Les tendríamos que dar las gracias!

Pronto, la hora de la cena. Es mejor cenar pronto para el estómago. ¡No me cunde nada el día! Dicen mis hijos que llamarán luego. Solo saber que están bien, ya me deja tranquila. Es en lo primero que pienso cuando me despierto y en lo último que pienso cuando me voy a dormir. Y rezo, rezo siempre por todos. Ni idea de si hay Dios o no, pero yo rezo, por si acaso. Me da cierta paz. Mi madre hacía lo mismo por nosotros. Y mi padre también, pero a su manera. Me sonríen desde la foto y desde algún cielo, ¡eran tan grandes y tan dignos! ¡ Obligados estamos a transmitir todo lo bueno que aprendimos de ellos!

A ver si esto del Coronavirus se pasa pronto y podemos normalizar nuestras vidas. ¡Cuántas gracias tenemos que dar, sobre todo los mayores, a toda la gente que se está sacrificando por nosotros!

¡Ya nos va quedando un día menos para salir de esta! Mañana arreglaré armarios, pasado coseré unas cosillas que tengo pendientes, al otro escribiré unos correos… Por cierto, voy a llamar por teléfono a dos de mis vecinas, que son mayores que yo, a ver cómo les ha ido el día. Luego a la cama.

Buenas noches.