Por Rubén Lapuente

Con pasos de serpentina de papel, volaban bajito sobre la acera. Al cruzar el paso de cebra, parecía que pasaba un convoy de juguete con doce vagonetas de hojalata, a cuál más tarumba. Desde el andén de la guardería, unidos a una lazarilla cuerda, iban rumbo a esa vieja estación del Centro de Día.

Al verlos entrar así, algunos ancianos les dijeron que ésa no era su puerta. Que qué pintaban allí. Si parecían una larga sarta de salchichas. Hasta uno dijo en voz alta, que, ahora, al verlos como el haz de la vida, sentía su cuerpo hecho una verdadera carraca. Pero los niños, saben, que los viejos saben algo, que ellos no saben.
Y les cuesta tan poco acercarse.

Si han venido con sus cuentacuentos bajo el brazo. Su candor de virtuosos de la inocencia, a darles su mejor gala. Con tan sólo tres años, qué saben de terapias de estímulo. Ellos van a lo suyo: a sus gestos, a su caricatura, a que les plagien los pájaros, a destapar una estrella…

Y esos ancianos, que como los niños tienen hilvanes frágiles, el mismo revoltijo de emociones que solas se les escapan cada día, tan vulnerables como arena a la orilla del mar, y, además, como los extremos se tocan, de pronto, despierta Matusalén… y ríen, cantan, lloran, aplauden…Oh ¿No será que la vejez no existe, que sólo es tristeza mortal, rutina infinita?
Luego, a una palmada de la señorita, recogen sus bártulos invisibles, se anudan a su lazarilla cuerda y como con pasos de alas de serpentina de papel, se van volando, muy bajito, sobre la acera.